En abril de 2024, el estado brasileño de Río Grande do Sul padeció las peores inundaciones de su historia, las cuales dejaron cuantiosas pérdidas humanas y materiales. Miles de personas quedaron sin hogar, y las enfermedades infecciosas afectaron a la población. Un año después, decenas de voluntarios en Porto Alegre, la capital del estado, intentan restaurar las viviendas.

Las fuertes lluvias que azotaron el sur de Brasil a finales de abril y principios de mayo de 2024 dejaron casi 200 muertos, medio millón de desplazados y una destrucción sin precedentes.
En diez días, llovió el equivalente a tres meses en el rico estado de Rio Grande do Sul.
El calentamiento global, provocado en gran medida por la quema de combustibles fósiles, hace que las precipitaciones extremas sean más frecuentes.
Ciudades vulnerables como Porto Alegre apenas comienzan a preparar su transformación para hacer frente a estos eventos.

La moderna capital del estado, de 1,3 millones de habitantes, está a orillas del lago Guaíba, donde desembocan cuatro ríos que bajan de la sierra del Valle de Taquarí.
El centro, que quedó convertido en canales aptos para barcos, volvió a su movimiento habitual, con su tráfico y comercio.
Pero su fragilidad sigue latente.
A finales de marzo, la urbe sucumbió de nuevo a una tormenta: avenidas anegadas, árboles caídos, cortes de energía. Las autoridades pidieron no desplazarse.
“Ahora la lluvia trae miedo, inseguridad”, dice Jotape Pax, el artista urbano detrás de las brigadas de voluntarios que ya han pintado 250 casas y aspiran a llegar a las 2.000.
El activista, de 41 años, asegura que estas movilizaciones para mejorar la cara de los barrios afectados generan “sentido de comunidad y resiliencia”, un bálsamo contra el desánimo.